lunes, 14 de julio de 2008

Sobre el paisaje crepuscular del miedo y lo que siempre será arte

Había historias de hombres con cuerpos de luz, que se nutrían del suelo, que le hablaban al sol, que unidos como el agua, fragantes como la tierra mojada, e impúdicos como el fuego creaban. Dioses de un silencio.
Aquellos, amamantados a brisa y calor, buscaban la luna a cada momento, nueva o llena, pero siempre atentos a su eminente presencia.
Donde al principio la unidad era la comunidad y prevalecía el abrazo constante y puro, los hombres sintieron vergüenza. Miedoso, el pudor, echó raíces en las personalidades de cada individuo y naufragaron. Por primera vez se sintió la terrible ilusión de separación.
Cuentan que todavía la sublime sensación de andar acompañado los acunaba, pero de la idea se creo el objetivo. Algo aun más grande que uno, eso era lo que sentían y de a poco les fue imposible mirar su mano o un pequeño árbol y asombrarse, de a poco, cada vez más, debían ser y nadie era.
La frustración de sentirse ínfimos en comparación les dio temor. Rendían cultos, sacrificios en nombre de los inmensos, invocando su protección. Se perdió el valor por uno mismo, y se crearon las necesidades innecesarias encargadas de intentar tener más para ser más. El poder fue sobre lo demás y sino la infamia de ser peor, el poder fue sobre lo demás y sino el ego gritaba.

Entre historias en llamas, tormentosas y vagabundas, el cielo seguía siendo uno y hasta en momento de inspiración, algunos miraban la noche y veían su hogar.
El arte liberó unos tantos de la indignidad, de la desgracia, del no saber valorar.

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